martes, 12 de septiembre de 2017

VANIDAD Y MODESTIA

Dibujo y letra de Vicente Ballester Zaragozá

ORGULLO Y HONRADEZ


Exceso de autoestima
Como pasa con otros sentimientos, el orgullo no es malo ni bueno en sí. Los seres humanos nos movemos dramáticamente entre la exaltación del yo y la afirmación del nosotros. Tanto para los griegos como para los cristianos, el orgullo excesivo (hybris) y la soberbia han sido las faltas o pecados capitales. Los ángeles diabólicos cayeron del Cielo por su soberbia, y Eva y Adán fueron expulsados del paraíso por querer convertirse en dioses.


Altanería, fanfarronería… son formas de vanidad y de soberbia, sobre todo cuando una o uno presumen de excelencias fingidas o de falsos méritos. Al que ostenta excesivamente bienes propios y exhibe una falsa apariencia de lujo y poderío, dándose una exagerada importancia, le hemos llamado con frecuencia fanfarrón o “bambolla”. Por el contrario, la capacidad para distanciarse del amor propio suele ser un requisito del buen humor.



como un gallo sobre un montón de estiércol

El diccionario define “vanidad” como arrogancia, esto es, como un exagerado deseo de ser admirado por méritos que pueden ser más fantásticos que reales.

A todos nos gusta que los demás nos alaben y nadie es inmune al halago y a los piropos. Los publicistas lo saben y cultivan la vanidad del espectador; los seductores lo saben, y acarician el oído de sus presas con piropos exagerados: “¡porque tú lo vales!” -repite un eslogan de productos cosméticos. La cosmética es un instrumento de la vanidad, para parecer más guapo o guapa, para simular una belleza que no se posee naturalmente. Los anunciantes halagan incesantemente nuestra vanidad para colocarnos productos que suelen ser caros, pero tan inútiles como venenosos.

Pero los excesos de modestia o de humildad pueden ser tan destructivos como los del orgullo. Es indecoroso proclamar que uno está por encima de los demás en belleza o méritos propios, pero es pésimo considerar que uno no es digno de merecer el afecto de los demás ni de vivir y luchar por su felicidad. La falta de autoestima puede hacer que consintamos el maltrato de otros, no reconociendo nuestras aptitudes valiosas, o impidiéndonos que las desarrollemos. La falta de autoestima, de amor propio, puede hacer que caigamos en una tristeza patológica, morbosa o enfermiza, que los psicólogos y psiquiatras llaman depresión. El amor propio es tan necesario y legítimo, como perverso resulta si se convierte en egoísmo.

En las relaciones con los demás es tan negativo pecar de orgullo como de humildad. Si lo primero, podemos caer en la falta de respeto al otro, e incluso en la crueldad, disfrutando mientras le humillamos o le maltratamos, usándole como si fuera una cosa. Si pecamos de humildes, sin embargo, no sabemos decir “no” a cada, o nos prestamos a todo, por no quedarnos solos, es fácil que el otro acabe abusando de nosotros o despreciándonos.

Para estar contentos con nosotros mismos también debemos conseguir el reconocimiento de los demás, disfrutando de “buena fama”. La fama es un bien tan perseguido que “los famosos” pasan automáticamente a pertenecer al universo del “glamour”, sin que se sepa muy bien en qué consiste esa “gracia” o “carisma” del glamour, y aunque sólo presuman de famosos por sus sinvergonzonerías, por su exhibicionismo en las “revistas del corazón” (“prensa rosa”), o por haber saltado a la cama de otro “famoso”. La fama no es más que la hermana prostituta de la gloria. Uno puede hacerse famoso incluso por haber causado un gran mal (Bin Laden), pero uno alcanza la gloria sólo si hace de verdad cosas buenas por la humanidad, si realiza hazañas o actos valiosos.

La buena o la mala fama han tenido en España una importancia tan grande que uno podía sacrificarse y morir, o asesinar y delinquir, por la honra y el honor. En sociedades clasistas o racistas, el honor o la honra son patrimonio de una minoría “benemérita”, de una etnia, o de una casta (nobleza de sangre). En una sociedad materialista como la nuestra, el honor o la honra pueden estar asociados a tener un buen coche, vivir en un barrio de “gente bien”, salir con “gente guapa”, ir a la moda, etc.

Pero la modernidad ha ampliado el sentimiento de orgullo o dignidad a toda la raza humana. Cualquier ser humano, por el hecho de serlo, es digno porque -al contrario que un animal, una planta, un hongo o una roca- puede abrigar sentimientos e ideales elevados, nobles o sublimes. Merecemos derechos porque somos capaces de pensar, de amar y de asumir obligaciones respecto de los demás, a los que también les reconocemos derechos, el principal: vivir y luchar honradamente por la felicidad. Los derechos cívicos -decía Kant- dependen de que ejerzamos un oficio reconocido socialmente, de que podamos causar con nuestro trabajo un beneficio social.

La honra y el honor dependen de los méritos propios, pero exigen el reconocimiento de la comunidad: el honor lo otorga la comunidad. Su símbolo es la medalla que el soldado recibe por su arrojo en la defensa de su patria, o el talón que se otorga a un sabio por el descubrimiento de un remedio contra el cáncer, o el objeto artístico que recibe un escritor por la calidad de su novela, o el diploma que concedemos al estudiante sobresaliente: “matrícula de honor”.

“Los honores son de la comunidad. Quien no hace bien ninguno a la comunidad no será honrado por ella, pues la comunidad da de suyo sólo lo que a su vez le beneficia”. Aristóteles

Cuando alguien cree que merece un honor y no lo obtiene puede sentirse ofendido o humillado. También puede que el ejército arranque sus galones a un oficial por su comportamiento deshonroso, o la Guardia Civil expulse del cuerpo a un guardia corrupto, privándole así de la honra que compartía con sus compañeros y jefes.

Como afirma J. A. Marina:

La deshonra, por ejemplo en España, adquirió una profundidad y dramatismo notorios, porque el honor había pasado a ser un “patrimonio del alma”, una propiedad moral. Conservaba, sin embargo, una cierta independencia como de cosa, lo que permitía que un felón pudiera robarlo, arrebatarlo, destruirlo, aun en contra de la voluntad de su dueño. Se convirtió así en un concepto contradictorio. Era lo más íntimo del hombre y al mismo tiempo podía ser robado como si fuera un mueble. El prototipo de este robo era la violación. Una mujer perdía su honra -su virginidad-, por ejemplo, si era violada o seducida. Diccionario de los sentimientos, 1999.

Por suerte, hoy hemos superado la colocación de la honra en la entrepierna de las mujeres, a las que no cabe ni mucho menos considerar como “nuestras”, ni siquiera como una propiedad moral. Ni la honra depende ya de lo que los demás hacen con una o con uno, sino de lo que uno o una hacen con y por los demás. Ser honrado equivale, en el lenguaje moral común, a ser reconocido como “buena gente” o “buena persona”: fiable, pacífico, cariñoso con los padres, los hijos y la pareja, respetuoso con el resto de ciudadanos, cuidadoso con las personas a nuestro cargo, que paga sus deudas, que no roba ni comete delitos de cualquier tipo… Ser buena gente es no tener vicios enormes, mostrar buenas costumbres, y poseer algo (¡nadie es perfecto!) de las virtudes fundamentales: templanza, valor, prudencia y justicia.

El logro fundamental de una buena educación es producir y convertirse en mujeres y hombres honrados, porque los seres humanos no pueden aspirar a la felicidad sin el reconocimiento de su dignidad por parte de aquellos con quienes conviven.

Si quiere usted relajarse con dos bonitas fábulas sobre la vanidad y “la humildad” puede ver la presentación que lleva ese nombre, pinchando en él:




Cristo de la Humildad (Amadeo Ruiz Olmos, Úbeda)

HUMILDAD Y MODESTIA


Lo contrario del exceso de orgullo es la humildad. Tomás de Aquino, importante doctor cristiano, decía que la función de la virtud de la humildad es hacer razonableal orgullo. Así, la humildad modera nuestro deseo de bienes. Ante el poder de Dios (Creador del mundo para el Aquinate), todos hemos de reconocer nuestra pequeñez y nuestra menesterosidad. El hombre debe reconocer su insuficiencia para ser feliz sin la ayuda de Dios (o de la Naturaleza, o de la Suerte, si uno no cree en Dios). Si no -como decía Kierkegaard-, el ser humano parecerá un gallo gritando su orgullo sobre un montón de estiércol.

Sin embargo, todo exceso es malo, incluso el exceso de humildad, pues la humildad puede ser postiza y convertirse “zorrunamente” en una “falsa humildad”, en una humildad retórica o afectada, que el tunante o el demagogo (mal político) usan para que nos confiemos y poder así persuadirnos o engañarnos con facilidad.

Los filósofos modernos hablaron de una “humildad viciosa” que se opone a la verdadera generosidad, cuando uno reconoce su impotencia o debilidad como pretexto para no esforzarse por superarlas, para no sacrificarse por mejorar su situación o sus costumbres.

En nuestros días, ante tanta vanidad mediática y tanto narcisismo de “divinizados” consumidores, de “nuevos ricos” que creen tener todos los derechos sin hacer el menor esfuerzo para merecerlos, mirando sólo al ombligo de sus miserables deseos, es valioso recordar que “humildad” viene de humus: tierra, el lugar del que procedemos y (escrito con mayúsculas) el planeta en el que vivimos y que debemos cuidar para nuestros nietos, y tierra es también, por fin, el polvo al que, más tarde o más temprano, volveremos, pues “polvo” somos y en “polvo” nos convertiremos… y parece que es de ahí de donde procede la vulgar -y terrible- expresión “echar un …”:

“Una vez que nacen quieren vivir y tener su muerte, o más bien reposar, y dejar tras sí hijos que generen muertes”. Heráclito, príncipe enigmático de Éfeso

La modestia nos conviene. Hace más fácil nuestras relaciones personales y las conserva de la vana ilusión de que siempre merecemos algo mejor, porque la modestia enlaza la humildad con el útil mecanismo social de contención que es la vergüenza . El inmodesto fácilmente ambiciona cosas imposibles, exige la perfección del compañero o de la compañera, y así se queda solo, triste y frustrado.



Con recato o decoro preservamos nuestra intimidad en lugar de exhibirla como un espectáculo

La modestia, como el recato, virtud tan estética como olvidada, teme incluso llamar la atención. El chico modesto, la mujer modesta, no reclaman para sí, continuamente, la atención de los demás, antes la otorgan aprendiendo del prójimo. Por consiguiente, la modestia es una excelencia necesaria para la disciplina escolar y educativa. Sólo aprende el que parte de la modestia de reconocer su propia ignorancia, como Sócrates, cuando dicen que afirmó: “sólo sé que no sé nada”.

Cuestionario

1. La vanidad… ¿Facilita o dificulta las relaciones de pareja? ¿Por qué? 2. ¿Es malo el orgullo? 3. Necesitamos el amor propio? 4. ¿Nos hace la tele vanidosos? Explique por qué. 5. ¿Quién concede la honra? 6. ¿Es lo mismo la fama que la gloria? 7. ¿En qué consiste ser honrado? 8. Dé ejemplos de “falsa humildad” o de “humildad viciosa”. 9. ¿Por qué nos conviene ser modestos? 10. ¿Por qué es necesario ser modesto para aprender?




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