martes, 12 de septiembre de 2017

MATONISMO ESCOLAR

Bullyng  o matonismo escolar


¿Qué pasa con los chicos? Los varones están abandonando los estudios antes y con peores resultados que las chicas. El fracaso escolar de los chicos es superior al de las mujeres y crece, especialmente durante la adolescencia. Los varones expresan menor motivación por el éxito académico, mientras que las chicas se esfuerzan por acceder a estudios superiores, viendo en el bachillerato y la universidad, tal vez, una garantía para su seguridad y su autonomía futuras. O tal vez sea que se exige mayor rendimiento a las hijas que a los hijos, debido a la sospecha de madres y padres de que en el mundo laboral ellas lo tendrán más difícil.

Algunos sociólogos predicen una proletarización de los varones, que estarían condenados en un futuro inmediato a los trabajos más pesados, menos considerados y creativos, y peor retribuidos, en una sociedad dirigida por mujeres, en cuyas capas profesionales serán mayoría: profesorado, judicatura, abogacía, política, medicina, enfermería, pero también ingeniería, arquitectura, diseño industrial, dirección de empresa…

El perfil de varón adolescente se nos muestra conflictivo y con dificultades de cambio. Muchos chicos rechazan la formalidad de los estudios y les dedican escaso tiempo. Dicen a los catorce que lo que quieren es trabajar pero no saben ni en qué ni cómo, y difícilmente soportarían los horarios laborales si apenas aguantan los académicos, mucho más blandos. Demasiados chicos se ríen de quienes estudian, y solo muestran interés por tener un puesto de trabajo cuanto antes, que les permita disponer de dinero para presumir de coche tuneado o moto potente. Creen –equivocadamente o no- que tendrán más posibilidades de encontrar “curro” y mantenerlo que las chicas, pues son más “fuertes”.

Muestran también aversión por las tareas domésticas, que solo hacen si la madre les obliga. La mayoría reconoce que las tareas domésticas deben repartirse con equidad entre hermanos y hermanas, pero en la práctica ellos hacen mucho menos y peor que ellas en la casa y por la casa. Prefieren pasar el tiempo fuera de casa, con los amigos, dando vueltas… Exhiben desorden y falta de limpieza como signo de rebeldía y de orgullo masculino. Lavarse demasiado es de “nenazas”. No saben cómo educarían a sus propios hijos, y su ocio se centra en salir con los “colegas”, en el fútbol y/o en las litronas.

A juzgar por las encuestas, el éxito consiste para los adolescentes en ganar pasta, tener un gran coche, ser famoso y ligar muchísimo. Nada tiene valor si no es público y notorio. Se consideran naturalmente más violentos y agresivos que las mujeres. Se diferencian de las mujeres por no ser “débiles”, o sea “sentimentales”, manifestando energía, iniciativa e infalibilidad. Y creen que para ser muy machos deben rechazar e ironizar sobre lo femenino y mostrar desprecio por los “mariquitas” o “maricones”. El caso es que se expresan mal oralmente, no usan sus nombres propios, se tratan como cosas (“tronco”, “tío”, “picha”, “chorra”, “máquina”, “monstruo”…) y algunos carecen por completo de habilidades conversacionales, respondiendo con monosílabos cuando se les pregunta por algo, o no respondiendo en absoluto, dando pruebas además de su dificultad para expresar sentimientos y emociones distintas de la rabia.

La conclusión es que la diferencia de géneros heredada y reproducida por los medios de comunicación de masas, los videojuegos, la tele… dificulta sus relaciones personales. Los estereotipos de lo que debe ser un macho, frente a lo que se supone que es una hembra humana, entorpecen la construcción de una identidad personal sólida, reducen su autoestima y motivación por el cambio y dificultan del todo la invención de una masculinidad alternativa “a la altura de los tiempos”.

“De algún modo estamos educando a varones adolescentes inmersos en el conflicto y la apatía, incapaces para relacionarse y con un profundo miedo a equivocarse” (Erick Pescador Albiach, “Masculinidades y adolescencia”, en Los chicos también lloran, Paidós, 2004). Como si estuvieran presos del pasado, cuando el macho era un cazador nómada, y no había muchas diferencias entre la presa y la hembra. 

El feminismo ha reconstruido la feminidad y la mujer accede lentamente a posiciones y poderes sociales que le habían sido prohibidos, pero el espacio social y político (digamos, para entendernos, el poder) sigue definido en términos masculinos: fuerza, éxito, iniciativa, dureza sentimental, crueldad respecto del débil, desprecio hacia el que muestra buenos sentimientos, menosprecio de la creatividad artística, la sensibilidad poética, la curiosidad intelectual o la inquietud metafísica. En muchos casos, esto tiene que ver con dos fenómenos igualmente negativos:

1. La imitación por parte de algunas chicas y mujeres de modelos masculinos: “Yo no voy a ser menos que él, así que digo los mismos tacos, tengo la mano larga para golpear, la lengua ligera para amenazar e insultar, me hago la dura, renuncio a cualquier tipo de pudor o decoro en las relaciones sexuales, tomo la iniciativa como él, me aventuro con el alcohol y las drogas, etc.”




2. Los varones sienten su masculinidad amenazada al ver sus tradicionales espacios de poder invadidos por las mujeres.

Carlos Lomas cree que el resultado es la anulación y desvaloración de todo aquello considerado tradicionalmente como femenino: lo privado, lo doméstico, el cuidado y la educación de la prole, la honra y el respeto por los padres… Pero podemos preguntarnos si esta desvaloración, heredera del lugar que asignó el romanticismo roussoniano y el economicismo monetarista a la mujer, no es más bien causa de muchos problemas actuales de identidad de género, mejor que su efecto. Si el trabajo doméstico tuviese prestigio, si fuese considerado por el Estado motivo importante para una exención o reducción de impuestos, o tuviese que ser retribuido como merece, otra gallina u otro gallo nos cantaría…

Las mujeres “se deben a su sexo” y el espacio doméstico no renta económicamente, así que en un mundo dirigido por el crédito bancario, las labores domésticas (entre las cuales sin duda están las que resultan culturalmente más decisivas, como la socialización de la prole, las grandes tradiciones culinarias, el cuidado de los enfermos, etc.) sufren el abandono también de las mujeres en pos de una mayor ocupación femenina y feminista del espacio público. Pero para los varones –y para muchas mujeres- es impensable el flujo contrario y el ser “amo de casa” solo se ve como una posibilidad virtual, o como algo anecdótico o coyuntural. Nadie quiere ser identificado con lo que la sociedad no “aprecia”: barrer, fregar, cocinar, cuidar de los hijos, limpiar baños… todo lo tradicionalmente femenino. La consecuencia es que “lo doméstico queda deshabitado, con todo lo que ello supone para la crianza y el cuidado de las hijas y los hijos” (Erick Pescador, op. cit. pg. 120).

El mismo sistema consumista ha impuesto la necesidad de contar con dos salarios por unidad familiar para acceder a los niveles medios de bienestar que se precisan para poder “montárselo” como la mayoría manda: casa y coche propios, vacaciones en el Caribe, parcela y casa de campo, cosmética, gimnasio, ropas de marca, etc.

Los roles femenino y masculino se entrecruzan, y eso está bien, pero mientras que una mujer gana consideración al entrar en el mundo del trabajo y de lo público, un hombre la pierde si adopta roles tradicionalmente femeninos. Y la tendencia es a ejercer una paternidad y una maternidad ausentes. A los hijos/as, ¡que los eduque el Estado! Por otra parte, es rara la mujer que no se siente extraña en el mundo de la empresa y que no establece por ello un “techo de cristal” que le impide desarrollar todas sus ambiciones en ese campo. En muchos casos se halla en la dramática situación de tener que escoger entre el progreso profesional o el cuidado que requiere la prole más la conservación de las relaciones de pareja, pues se hace muy difícil la conciliación de la vida profesional y las obligaciones familiares. 

En nuestra sociedad, virtualmente igualitaria pero realmente machista, el ocio es sobre todo privilegio de varones, pues las mujeres deben hoy ocuparse tanto de lo público como de lo privado, a doble jornada, haciéndose cargo de la casa, del trabajo, y de la seducción (¡triple jornada!). ¿Es esto justo? ¿Hay otras maneras de ser macho? ¿Hay otras maneras de realizarse como mujer que no incorporen la asunción de los estereotipos de dominación masculinos? ¿No es el estereotipo heredado de la masculinidad tan injusto como castrante, incluso para los propios varones?

Ciertamente, no podemos modificar nada de esto si no cambiamos la expresión pública de los valores masculinos, sean éstos representados por hombres o por “super-mujeres” capaces de repartir “hostias” y pegar tiros a diestro y siniestro, como si fuesen “superhéroes” de comic. Es imposible que podamos ayudar a los chicos a salir de este laberinto, si no surgen ideales e ideas distintas del varón, de lo masculino, que disocien por fin lo que debe hacer o evitar un hombre “de pelo en pecho”, “que se viste por abajo”, de esa “cultura de la crueldad” (Kindlon y Thompson, 1999) y de la dominación. Esa ideología, asociada al colonialismo histórico y al imaginario de Far West, fuerza al niño a negar sus necesidades emocionales, a “hacerse el duro”, a “disfrazar sus sentimientos por rutina”, a simular que es infalible, que no teme a nada ni a nadie, y lo lanza al aislamiento catatónico, al silencio insensible, a la impotencia que solo se disuelve o desahoga en ataques de ciega rabia y actos de violencia vandálica. Pollack (1998) lo denomina el “código del chico” y “la máscara de la masculinidad”:

“ese aire fanfarrón que los chicos adoptan para esconder sus temores, suprimir su dependencia y vulnerabilidad, y presentar un frente estoico e impenetrable” (“¿Qué pasa con los chicos?”, V. Foster, M. Kimmel & Ch. Skelton, en Los chicos también lloranop., cit.).

Los modelos tradicionales del macho fuerzan al niño a ejercer de “matón escolar”, pues generan una idea estereotipada del éxito, que excluye la amistad con la mujer, el trato de igual a igual, y potencia comportamientos violentos, agresivos y temerarios (“no eres hombre si no asustas, escandalizas, fumas, te emborrachas, te pegas el lote…”), comportamientos que son imitados por mujeres, que también consideran la violencia como un instrumento útil para conseguir poder o popularidad, incluso en la intimidad familiar.

La cultura “masculina” del patio, con su brutalidad, del deporte muy competitivo, donde lo que importa es sobre todo ganar, al precio que sea, se opone entonces a la cultura “femenina” del aula, de la escuela, del estudio, de la negociación verbal y las reglas éticas. ¿Extraña que se extienda el bullying cuando “vigilar y catigar” parece una estrategia derechista? ¿Extraña que los varones consideren los estudios como poco masculinos? Lo suyo es la acción directa, la aventura, la calle, como una huida hacia ninguna parte…

La homofobia, el desprecio a todo el que da síntomas de “nenaza”, a todo aquel que muestra sentimientos amables y pacíficos, es otra de esas claves que refuerza la estereotipada personalidad masculina, y que ejercen también muchas mujeres, deseosas de ganar prestigio entre los chicos o de hacerse temer por sus compañeras. Se trata también de negar todo lo “femenino” (según el estereotipo) que pueda haber en uno/una. Incluso las relaciones entre chicos se ven afectadas por estos prejuicios, pues en la relación entre varones la misma intimidad, el cariño y la proximidad física quedan anuladas, en beneficio del sarcasmo ofensivo, el insulto, el desprecio constante, el desafío sin tregua, la competición deportiva o la directa agresión física.

¿Qué impide que construyamos modelos alternativos de masculinidad? Posiblemente el obstáculo principal sea la falta de percepción de las ventajas del cambio por parte de quienes están acostumbrados a ver en su entorno el triunfo real o virtual (mediático) de la contención o simulación de los sentimientos (o de la exhibición de los malos (re)sentimientos), el éxito de la prepotencia ignorante y de la fuerza bruta, o sea, el imperio del miedo y del terrorismo, en lo público y en lo privado. Y, lo que es peor, a verlo en la tele, con su santificación pública de la fuerza, el famoseo, la arbitrariedad, la ignorancia y la simulación.


Cuestionario

1. ¿Por qué los chicos se esfuerzan menos por acceder a estudios superiores? 2. ¿Por qué predicen algunos la “proletarización” de los varones? 3. Describa el perfil del adolescente medio. 4. ¿Cree que la fuerza física es hoy una gran ventaja para conseguir trabajo? 5. ¿En qué consiste el “éxito” para los adolescentes?, ¿y el fracaso? 6. ¿Cree usted que el tener buenos sentimientos es una debilidad? 7. ¿Tiene usted dificultades para expresar sentimientos o emociones? Valore sus habilidades conversacionales de 0 a 10. ¿Cómo podría mejorarlas? 8. ¿Controla la ira o a veces “estalla” sin quererlo? 9. ¿Piensa usted que las chicas imitan hoy modelos masculinos? 10. ¿Se sienten amenazados los chicos por el creciente poder y éxito de las chicas? 11. ¿Cree usted que las tareas domésticas están menospreciadas? 12. ¿Está de moda ser “ama” o “amo de casa”? ¿Le importaría a usted serlo? 13. ¿Qué es el “techo de cristal”? 14. ¿Es fácil la conciliación de la vida familiar y la profesional? 15. ¿Está cambiando o debe cambiar nuestra idea de “lo masculino” y “lo femenino”?, ¿en qué sentido? 16. ¿Disfrazan los jóvenes sus sentimientos? 17. ¿Conoces a chicos fanfarrones, con el perfil de “matón escolar”? 18. ¿Qué impide que construyamos modelos alternativos de masculinidad que no identifiquen lo masculino con la fuerza bruta y el éxito deportivo?


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