Sandro Botticelli, Venus y Marte, 1483 |
Durante milenios la fuerza bruta fue la suprema virtud y el gran valor: masa en acción. Dioses y héroes la figuraban. La noción mitológica de la vida fue la de energía guerrillera, ataque y defensa. Padres caníbales que devoran hijos, hijos que castran padres, estupros a la orden de Noche, Gorgona de terrible mordisco con poderes petrificadores, Medusa violada y luego decapitada, Zeus cual toro bravo raptando a Europa…
Todavía en Heráclito el padre del mundo es Guerra (ho polemós): principio creativo, progenitor de realidades y rey de todas las cosas: envites, invasiones, expulsiones. La inmunidad que garantizase supervivencia no podía ser sino capacidad de defensa y lucha. Incluso el encuentro de chamanes o magos era agonal, pelea de rapsodas para alcanzar gloria y ceñir laurel.
En un mundo tan cruel y trágico se explica que las diosas madres, Deméter, Ceres o Cibeles, que presidieron la agricultura con la que arranca toda civilización, cedieran su puesto a dioses fuertes y violentos; del matriarcado neolítico al patriarcado de la Edad de los metales con su fragua en la que Hefesto, feo, cojo y libidinoso, forja lanzas, escudos y espadas.
No obstante, en la homérica Odisea, Ulises “el de muchas mañas” no se hace famoso únicamente por sus energías desatadas en combate, sino por su astucia y versatilidad. Sus habilidades intelectuales y retóricas cuentan tanto o más que su valor guerrero. Los personajes femeninos de su larga singladura por el Mediterráneo no son meras comparsas: Atenea, diosa de la sabiduría, auxilia al protagonista en varias ocasiones; Circe, la hechicera, se muestra capaz de convertir a los hombres en animales; Calipso es ninfa con poder para retener al héroe durante siete años; y Euriclea, su nodriza, es la única persona capaz de reconocer a Odiseo disfrazado cuando por fin regresa a Ítaca, al abrazo Penélope.
Si bien es posible que cuando la fuerza muscular y la destreza defensiva y agresiva se muestran como valores principales el varón se imponga a la mujer en sociedades patriarcales o militaristas (aun se murmuraba que en la militarizada Esparta mandaban en la sombra las espartanas), habremos de añadir que siempre y en todo lugar y tiempo ha valido más la maña que la fuerza para lograr lo que hoy se nombra como “empoderamiento”. Es una simpleza pensar que en el pasado y hasta la irrupción del feminismo moderno las mujeres estuvieron fatalmente condenadas a servir al varón, que no ejercieron poderes en la esfera social y política o que se limitaron a rendir como hembras de cría, cocineras e institutrices bajo la bota del marido.
En tiempos remotos, la Reina de Saba visitó a Salomón para poner a prueba su sabiduría. Se dice que Aspasia de Mileto, su querida hetera, escribía los discursos que pronunciaba Pericles. Cleopatra VII, reina de Egipto, conquistó la voluntad de Julio César y la de Marco Antonio, dos de los hombres más poderosos de su tiempo. Se sabe que a la Academia de Platón acudían mujeres, igual que al Jardín de Epicuro. Hiparquía la maronita fue la célebre compañera de Crates el Cínico, tan adicta a la simplicidad vital y franqueza como su compañero. Todo el mundo ha oído hablar de Hipatía, la doctora alejandrina víctima del fanatismo religioso, como sabemos de tantas curanderas a las que se estigmatizó con la acusación de brujería en la Europa del siglo XVI, con la reforma protestante y en aplicación del Malleus Maleficarum, áspero y cruel manual de caza de brujas (por cierto, de las cincuenta mil aproximadamente que sucumbieron en Europa, cifra que incluye también una minoría de brujos o nigromantes, sólo aproximadamente trescientas ardieron en hogueras españolas, a veces sólo en efigie).
Recordados estos horrores misóginos, sigue siendo una simplificación creer que todas las mujeres han sido siempre oprimidas, que han carecido de ingenio para defenderse, valor para empoderarse y talento más que suficiente para domesticar varones y gobernar a multitudes. Las Minervas han sometido centauros con más facilidad que los Apolos tarascas y pitones. Durante el imperio romano, muchas mujeres manejaron a sus parientes como quien juega con marionetas: Livia (esposa de Augusto), Agripina la Mayor (madre de Nerón), Agripina la Menor (hermana de Calígula y esposa de Claudio), la promiscua Mesalina, Faustina la Mayor (esposa de Antonino Pío y madre de Marco Antonio, el emperador filósofo), etc.
Gala Placidia fue capaz en su turbulenta época de invasiones bárbaras de encumbrarse hasta la cima del poder autocrático en beneficio público. Isabel la Católica estuvo siempre tan empoderada como su esposo Fernando de Aragón, y menos distraída de los asuntos de Estado que su consorte. Como dejó escrito el jesuita Pedro Lamoyne en su Galería de mujeres fuertes (1794): creen los simples que no hay más fuerza que la que ven con un casco en la cabeza y una columna en la espalda. Pero esta “fuerza armada y robusta es sólo subalterna de otra fuerza general que asiste a todas las virtudes… A esta fuerza atribuyen San Ambrosio y San Gregorio con Platón las victorias del espíritu sobre la carne, las de la virtud sobre la fortuna, y las de la honestidad sobre lo útil y agradable”.
Para Julia Domna, emperadora de origen sirio, escribieron: Diógenes Laercio, sus famosas Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos; Galeno, su dietética; y Filístrato su Vida de Apolonio. Empoderamiento femenino que conmueve y activa inteligencia propia y ajena. Cherchez la femme! ¿Qué sería del artista sin el apoyo y el susurro de su Musa poderosa? Hasta Alejandro el Grande sucumbió a los encantos de la amazona de un solo pecho.
Como Ortega, Eugenio D’Ors también pensaba que la historia oscila entre épocas viriles y épocas marcadas por el signo del “Eterno Femenino” (noción que puso Goethe en circulación). Las épocas femeninas adquieren valores humanistas y humanitarios. Dice D’Ors que la civilización del XIX tuvo un carácter feminoide, mientras otras, como la del Renacimiento mostraban ya una cínica masculinidad. Lo primeros pasos de la docencia, de la enseñanza y formación del carácter, han sido siempre auspiciados por el “eón femenino”, mientras los últimos se coronan con las insignias y el ejemplo de la paternidad viril.
Sin embargo, en los momentos fértiles de la cultura, en la Atenas de Pericles, en la aurora del cristianismo, en las cortes de amor de la Provenza, en la Ilustración del XVIII, las ideas circularon a través de epístolas, mejor que a través de lecciones y libros, cartas entre intelectuales y mujeres sabias, entre filósofos y princesas filósofas. En esas horas, “la mujer, captadora intuitiva de valores nuevos, propagandista casi inevitable, corredora de simpatías, tejedora de intereses, emisaria de tendencias, soberana de cortes, salones y hogares, corazón para palpitaciones de los tiempos, decide del significado supremo de las épocas, de los estilos y de los gustos. Ritmos y formas, modas y anhelos dependen de ella; en sus jardines crecen las flores más delicadas de la sociabilidad” (D’Ors, La Ciencia de la Cultura, VI) .
No nos precipitemos en blandir el arma publicitaria del halago como hacen algunos “planchabragas” mendigando femenil atención. La mujer puede ser tan excelente o más excelente que el varón, pero también tan criminal como el machirulo, incluso –como dejó dicho el rencoroso Nietzsche-, puestas a ser malas, resultan “mejores”, más sofisticadas e indirectas en el crimen, con una superior capacidad verbal para manipular intenciones y engañarlas. Las mujeres son fuertes y pueden ser guerreras, aunque, como en “La Fierecilla Domada” de Shakespeare, la hembra pierde si quiere lidiar con el varón en su terreno, en el del abuso físico. “La virago” rinde homenaje con su violencia a la supremacía machista. Por el contrario, “la comadre” prefiere la fuerza y energía que obtiene del grupo de dueñas para mofarse de los hombres, “¡todos iguales!”. Contra las bacantes de Dionisio, las sacerdotisas de Eleusis, las cofrades de Isis, las lavanderas de Windsor, los corrales de vecinas y las socias del Taller de nuevos feminismos nada puede Falstaff, sea verde sátiro, arrogante efebo o grave senador, acabará tirado al río y escarmentado, como el Aristóteles de la leyenda, montado y embridado por una doméstica. Atenea, la diosa guerrera, venció al dios marino. Lo del “sexo fuerte” atribuido al varón ha sido siempre mera vanidad consoladora. Los pechos de la Piedad (Maternidad) siguen alimentando al Hijo yacente y barbado. Sus cuidados le son imprescindibles, le nutren perennemente. ¡Y en caso de duda, viuda!
Todo esto no enturbia el reconocimiento de la proximidad moral entre la ética del cuidado que han dirigido y soportado históricamente las mujeres (la “riqueza invisible del Cuidatoriado”, según expresión de María Ángeles Durán) y el más fértil de los humanismos, en el que gana entera intensidad la relación del ser humano consigo mismo, con sus ancestros y su prole, sin la cual descendencia no hay futuro que valga.
Es un hecho que en general las mujeres son más propensas a hablar, incluso violentamente, y los hombres a actuar, incluso violentamente; confiemos y esforcémonos por que los arrebatos estériles sean despreciados en favor de la conversación seductora y la negociación persuasiva para el reparto de cargas y funciones, cuando ya la tecno-cultura y el arte se sobreponen a los dictados fatídicos de la naturaleza, para que el espíritu muestre así su dominio y superioridad sobre la carne, la personalidad sobre el sexo.
Del autor:
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
Si bien es posible que cuando la fuerza muscular y la destreza defensiva y agresiva se muestran como valores principales el varón se imponga a la mujer en sociedades patriarcales o militaristas (aun se murmuraba que en la militarizada Esparta mandaban en la sombra las espartanas), habremos de añadir que siempre y en todo lugar y tiempo ha valido más la maña que la fuerza para lograr lo que hoy se nombra como “empoderamiento”. Es una simpleza pensar que en el pasado y hasta la irrupción del feminismo moderno las mujeres estuvieron fatalmente condenadas a servir al varón, que no ejercieron poderes en la esfera social y política o que se limitaron a rendir como hembras de cría, cocineras e institutrices bajo la bota del marido.
En tiempos remotos, la Reina de Saba visitó a Salomón para poner a prueba su sabiduría. Se dice que Aspasia de Mileto, su querida hetera, escribía los discursos que pronunciaba Pericles. Cleopatra VII, reina de Egipto, conquistó la voluntad de Julio César y la de Marco Antonio, dos de los hombres más poderosos de su tiempo. Se sabe que a la Academia de Platón acudían mujeres, igual que al Jardín de Epicuro. Hiparquía la maronita fue la célebre compañera de Crates el Cínico, tan adicta a la simplicidad vital y franqueza como su compañero. Todo el mundo ha oído hablar de Hipatía, la doctora alejandrina víctima del fanatismo religioso, como sabemos de tantas curanderas a las que se estigmatizó con la acusación de brujería en la Europa del siglo XVI, con la reforma protestante y en aplicación del Malleus Maleficarum, áspero y cruel manual de caza de brujas (por cierto, de las cincuenta mil aproximadamente que sucumbieron en Europa, cifra que incluye también una minoría de brujos o nigromantes, sólo aproximadamente trescientas ardieron en hogueras españolas, a veces sólo en efigie).
Recordados estos horrores misóginos, sigue siendo una simplificación creer que todas las mujeres han sido siempre oprimidas, que han carecido de ingenio para defenderse, valor para empoderarse y talento más que suficiente para domesticar varones y gobernar a multitudes. Las Minervas han sometido centauros con más facilidad que los Apolos tarascas y pitones. Durante el imperio romano, muchas mujeres manejaron a sus parientes como quien juega con marionetas: Livia (esposa de Augusto), Agripina la Mayor (madre de Nerón), Agripina la Menor (hermana de Calígula y esposa de Claudio), la promiscua Mesalina, Faustina la Mayor (esposa de Antonino Pío y madre de Marco Antonio, el emperador filósofo), etc.
Gala Placidia fue capaz en su turbulenta época de invasiones bárbaras de encumbrarse hasta la cima del poder autocrático en beneficio público. Isabel la Católica estuvo siempre tan empoderada como su esposo Fernando de Aragón, y menos distraída de los asuntos de Estado que su consorte. Como dejó escrito el jesuita Pedro Lamoyne en su Galería de mujeres fuertes (1794): creen los simples que no hay más fuerza que la que ven con un casco en la cabeza y una columna en la espalda. Pero esta “fuerza armada y robusta es sólo subalterna de otra fuerza general que asiste a todas las virtudes… A esta fuerza atribuyen San Ambrosio y San Gregorio con Platón las victorias del espíritu sobre la carne, las de la virtud sobre la fortuna, y las de la honestidad sobre lo útil y agradable”.
Para Julia Domna, emperadora de origen sirio, escribieron: Diógenes Laercio, sus famosas Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos; Galeno, su dietética; y Filístrato su Vida de Apolonio. Empoderamiento femenino que conmueve y activa inteligencia propia y ajena. Cherchez la femme! ¿Qué sería del artista sin el apoyo y el susurro de su Musa poderosa? Hasta Alejandro el Grande sucumbió a los encantos de la amazona de un solo pecho.
Como Ortega, Eugenio D’Ors también pensaba que la historia oscila entre épocas viriles y épocas marcadas por el signo del “Eterno Femenino” (noción que puso Goethe en circulación). Las épocas femeninas adquieren valores humanistas y humanitarios. Dice D’Ors que la civilización del XIX tuvo un carácter feminoide, mientras otras, como la del Renacimiento mostraban ya una cínica masculinidad. Lo primeros pasos de la docencia, de la enseñanza y formación del carácter, han sido siempre auspiciados por el “eón femenino”, mientras los últimos se coronan con las insignias y el ejemplo de la paternidad viril.
Sin embargo, en los momentos fértiles de la cultura, en la Atenas de Pericles, en la aurora del cristianismo, en las cortes de amor de la Provenza, en la Ilustración del XVIII, las ideas circularon a través de epístolas, mejor que a través de lecciones y libros, cartas entre intelectuales y mujeres sabias, entre filósofos y princesas filósofas. En esas horas, “la mujer, captadora intuitiva de valores nuevos, propagandista casi inevitable, corredora de simpatías, tejedora de intereses, emisaria de tendencias, soberana de cortes, salones y hogares, corazón para palpitaciones de los tiempos, decide del significado supremo de las épocas, de los estilos y de los gustos. Ritmos y formas, modas y anhelos dependen de ella; en sus jardines crecen las flores más delicadas de la sociabilidad” (D’Ors, La Ciencia de la Cultura, VI) .
No nos precipitemos en blandir el arma publicitaria del halago como hacen algunos “planchabragas” mendigando femenil atención. La mujer puede ser tan excelente o más excelente que el varón, pero también tan criminal como el machirulo, incluso –como dejó dicho el rencoroso Nietzsche-, puestas a ser malas, resultan “mejores”, más sofisticadas e indirectas en el crimen, con una superior capacidad verbal para manipular intenciones y engañarlas. Las mujeres son fuertes y pueden ser guerreras, aunque, como en “La Fierecilla Domada” de Shakespeare, la hembra pierde si quiere lidiar con el varón en su terreno, en el del abuso físico. “La virago” rinde homenaje con su violencia a la supremacía machista. Por el contrario, “la comadre” prefiere la fuerza y energía que obtiene del grupo de dueñas para mofarse de los hombres, “¡todos iguales!”. Contra las bacantes de Dionisio, las sacerdotisas de Eleusis, las cofrades de Isis, las lavanderas de Windsor, los corrales de vecinas y las socias del Taller de nuevos feminismos nada puede Falstaff, sea verde sátiro, arrogante efebo o grave senador, acabará tirado al río y escarmentado, como el Aristóteles de la leyenda, montado y embridado por una doméstica. Atenea, la diosa guerrera, venció al dios marino. Lo del “sexo fuerte” atribuido al varón ha sido siempre mera vanidad consoladora. Los pechos de la Piedad (Maternidad) siguen alimentando al Hijo yacente y barbado. Sus cuidados le son imprescindibles, le nutren perennemente. ¡Y en caso de duda, viuda!
Todo esto no enturbia el reconocimiento de la proximidad moral entre la ética del cuidado que han dirigido y soportado históricamente las mujeres (la “riqueza invisible del Cuidatoriado”, según expresión de María Ángeles Durán) y el más fértil de los humanismos, en el que gana entera intensidad la relación del ser humano consigo mismo, con sus ancestros y su prole, sin la cual descendencia no hay futuro que valga.
Es un hecho que en general las mujeres son más propensas a hablar, incluso violentamente, y los hombres a actuar, incluso violentamente; confiemos y esforcémonos por que los arrebatos estériles sean despreciados en favor de la conversación seductora y la negociación persuasiva para el reparto de cargas y funciones, cuando ya la tecno-cultura y el arte se sobreponen a los dictados fatídicos de la naturaleza, para que el espíritu muestre así su dominio y superioridad sobre la carne, la personalidad sobre el sexo.
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